Lodo y magia en la Laguna Negra Paccha

Lodo y magia en la Laguna Negra Paccha

Fotografía y texto: Verónica Lombeida.

Soy amante de la paciencia, o eso parece. Más de diez salidas canceladas por temas logísticos, toques de queda y hasta una bronquitis. Pero llegó el 15 de febrero de 2025, exactamente dos meses después de haber subido el Cotopaxi. ¡Loquísimo!

Qué hermoso haberlo vivido. La Laguna Negra Paccha es uno de los lugares menos conocidos de Ecuador, y afortunadamente sigue siendo un rincón no tan concurrido. Ubicada en el macizo del Altar, dentro del Parque Nacional Sangay, esta laguna de origen glaciar es famosa por su color oscuro, que se debe a la profundidad y la composición de sus aguas. Está rodeada de imponentes montañas, pajonales y ecosistemas de páramo.

El clima y el recibimiento de la montaña siempre tienen algo místico. Había lodo, pero fue cómodo caminar. Cayó algo de lluvia, pero nada preocupante. Eso sí, terminé con las manos adoranadas de pequeños cortes por el pajonal; no me gusta usar bastones, así que acepté el precio de sostenerme con las manos. Un poco de sangre en los dedos, pero todo tranquilo, según yo.

Seguimos caminando y nos dividimos en tres grupos: el primero, los “rápidos y furiosos”; el segundo, el de los más tranquilos; y el tercero, el de quienes recién empiezan en la montaña. Yo fui en el segundo, a ritmo fluido, con risas y compañerismo. Pasamos la cuesta a la altura de la Cueva del Oso y llegamos a la arista. Después de mucho lodo y pajonal, el cielo comenzó a despejarse en el momento perfecto. Me sentí en la tierra de los dinosaurios: a la izquierda, a la derecha y al frente, montañas imponentes. Un poco más allá, algo de nieve en el Dulce Altar. Luego, una nube se movió y apareció la cascada. Sabía que faltaba poco en comparación con todo lo que habíamos subido.

Fue un momento mágico. Lágrimas en los ojos. Estar en lugares que alguna vez soñé, que parecían imposibles, y vivirlos… no tiene precio.

Esperamos a que todos llegaran al punto de reunión antes del desvío, por una gran pared de roca, hermosa, pero en ese instante algo no me cuadró por la dirección, aunque la ruta tenia marcas de ser camino.

La linda pared por la que nos desviamos de la ruta.

Entendí que la cascada estaba en otra dirección, diferente a la que íbamos. Pasaron segundos y empezó a llover y la neblina se volvió densa. Tenaz. No se veía más de dos metros adelante. Empezó a llover un poco más y la neblina se volvió espesa. Comenté con dos compañeros que algo andaba mal. El mapa nos guiaba directo a un precipicio. Se veía una laguna a lo lejos… pero no era la Negra Paccha. Nos habíamos perdido.

Pasaron unos 40 minutos hasta que el líder del segundo grupo decidió pedir ayuda al primero y al tercero. Ya estábamos algo cansadxs, con hambre. Pero en ese momento, lo único que importaba era apoyar a quienes más lo necesitaban. En la montaña aprendes que tu límite, cuando estás solo, eres tú. Pero cuando estás en grupo, tu límite es el de la persona más novata o la más débil.

Entre gritos, silbidos y radios, logramos salir. Nos encontramos con el líder del tercer grupo y retomamos el camino correcto.

Faltaba cerca de una hora para llegar al campamento. Llovía y aún teníamos que bajar una pared de roca. Para ese punto, mis guantes solo me daban frío, así que me los qué para asegurarme de agarrar bien la piedra.

El paisaje empezó a cambiar de nuevo. El sonido del agua se hizo más cercano. El Altar se dejó ver por un instante, y la laguna apareció ante nosotros, de un verde esmeralda intenso, con la neblina bailando de lado a lado.

Llegué a la carpa donde estaban mis amigos del primer grupo, mis compañeros de carpa. Para cuando llegamos, la carpa se había inundado, pero ya la habían secado. Tenían todo listo para descansar y, además, me alimentaron. ¡Cris y Kela son los mejores! 🙂

A la madrugada hizo un frío terrible. Por la mañana entendí todo: nevó durante la noche para regalarnos un espectáculo entre texturas, vistas, y sentires naturales.

El domingo a las 6:00 a. m. en punto, como buena fotógrafa, esperaba el amanecer. O más bien, no tuve que esperar nada: todo estaba absolutamente despejado. La nieve cubría el paisaje, y hasta se veía el Sangay con su manto blanco y una que otra fumarola.

Vista, picos del Altar

Llegó la hora de regresar. Empacamos todo, a ritmo fluido. Me junté con los “rápidos y furiosos”, bajamos juntos hasta el puente. Para eso, me caí dos veces de forma chistosa, jaja, y ahí empezó el lodo, el lodo del bueno. Perdí la cuenta de todas las veces que me caía. Besé al lodo y el lodo me abrazó. Mis manos parecían las de Jesús crucificado, lo digo en broma ( no fue tan grave). Eso sí, siempre con cuidado, porque en la montaña la confianza en exceso te puede jugar en contra.

Pero cada paso, cada resbalón y cada “mal rato” (que en realidad no lo fue) fueron aprendizajes. En la ciudad, algo similar, me daría pánico; en la montaña, solo me hizo reír y generar más confianza en mí misma. Porque ahí, en medio de la naturaleza, he encontrado mis mejores versiones muchas veces.

¡En fin el amor y el espectáculo de la montaña! Inmensamente agradecida, siempre me ha dado los regalos más lindos.

Vista del Volcán Sangay desde la Laguna Negra Paccha, Altar

Verónica Lombeida

veronicalombeidaphoto@gmail.com

+593 995163157

Ecuador

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